Ares - Marte (gr.-lat.)
Estatuilla de Laran (el Ares griego)
Cultura etrusca, bronce
Museo Arqueológico Nacional, Florencia
En el Árbol de la Vida el planeta Marte puede equipararse a la sefirah Din, Justicia, o Gueburah, Rigor y se encuentra en la misma columna, aunque a distinto nivel, que la Madre Primordial, que constriñe y da a luz a toda la Creación y por lo tanto otorga la vida, como así la muerte, sujeto como está todo lo creado a esta dialéctica.
Marte es también un destructor, o mejor, como lo es el Shiva de la Trimûrti hindú, un transformador, aunque no en el plano de los Principios sino en uno más bajo y cercano a la Creación.
Es de por sí el dios de la guerra aunque apoyó a Troya y fue vencido por los griegos y en todo conflicto está presente con su espada que es capaz de vencer al enemigo en una batalla terrenal, pese a que en un par de ellas fue derrotado por Minerva, enviada de la Sabiduría.
Como todos los dioses no es ni bueno ni malo en sí mismo, sino que denota un modo creacional o un estado de la conciencia humana. Es también un emisario y un filtro por el que se expresa la deidad, cuya manifestación directa sería aniquilante. Está así presente tanto en la ira que suscita el combate, como en la estrategia para vencer al enemigo evitando la lucha y aún perdonándolo cuando su influencia se relaciona con su paredro en el Árbol de la Vida Cabalístico: Hesed.
Andrés de Li, Repertorio de los Tiempos
Toledo, 1546
Altanero y matón se entrevera tanto en las grandes lides, como en las peleas de barrio. Quiere siempre tener la última palabra, aunque finalmente es equilibrado por las demás deidades con el fin de mantener la mesura del cosmos. Pero es necesario porque su furor precede al Amor y como el huracán de los pueblos mesoamericanos, es un dios que produce la destrucción, para que todo lo inútil y sobrante desaparezca, dando así lugar a una nueva generación virgen e inmaculada.
Preside los ejércitos y las milicias divinas, y toda la tropa celeste está bajo su mando en cualquier lugar y de forma simultánea. Capaz de fulminar con su rayo como su compañero Júpiter, es particularmente temido por los humanos que también lo vinculan con los símbolos atmosféricos ligados al exterminio. Capitán general de un grupo de adeptos que se han destacado por su marcialidad, sus furores y calenturas derivan, empero, en el Amor Universal que es el nombre último de cualquier armonía.
2. Ligado a la virilidad es hijo de Hera aunque ésta no lo quiere, como tampoco el resto de los dioses salvo Eris, su hermana gemela y contraparte femenina y Afrodita (Venus) su amante prototípica, con la que concebiría a Eros, aunque esto no tiene que ver con lo que dice Hesíodo respecto a éste, y por otra parte, Hesíodo lo hace padre de otros dioses menores (Deimos y Fobos) nacidos de Afrodita, aunque la hija suya más significativa con esa diosa es Harmonía. Puede agregarse que en su vida bélica tuvo varias derrotas, una de las cuales le fue infligida por el héroe Heracles-Hércules.
3. Para otros la contraparte femenina de Ares es Atenea-Palas, la que usa un casco que indica su condición guerrera, pese a su prudencia e inteligencia, lo que la hace una diosa benéfica como tantas deidades del panteón grecorromano –y otros muchos– que son duales y hasta polifacéticas. Nace de la cabeza de Júpiter ya armada para la guerra de Troya y es descrita siempre como la de los ojos brillantes, o mirada fulgurante; es virgen. Se la ha hecho también pareja de Hermes aunque éste nada tiene que ver con la guerra. Pero ambos tienen elementos comunes como compartir el patrocinio de las artes y el invento de numerosas ciencias. También una especie de ambigüedad sexual que los acerca al hermafrodismo.
Óyeme, protector de los mortales, dispensador de la arrojada juventud, mientras expandes desde lo alto sobre nuestra vida tu suave brillo y tu fuerza marcial. ¡Que pueda yo rechazar de mi cabeza la amarga cobardía, doblegar en mi interior la pasión que engaña el alma y contener la penetrante fuerza del bélico ardor, que me instiga a caminar por la batalla glacial! Concédeme en cambio, bienaventurado, el valor para permanecer dentro de las normas inviolables de la paz, huyendo del fragor de los enemigos y de violentos destinos de muerte. (Himnos Homéricos VIII, 9 a 19).